Por Martín Basyk
Reconocer
nuestras emociones y las de quienes nos rodean constituye un avance primordial
para nuestro crecimiento espiritual y una enseñanza imprescindible para
afrontar los inmensos desafíos que se nos están presentando en este nuevo
milenio.
Durante siglos
hemos sido inducidos a priorizar la razón por sobre la emoción, hemos dejado a
un costado aquellas “tonterías” del romanticismo, perdimos la capacidad de sentir
y de dar, y con ello se han ido callando nuestros corazones llevándonos a
actuar cada vez con mayor timidez en la expresión. Alejándonos paulatinamente
del maravilloso cántaro del amor creímos que el dolor se disiparía para
siempre, pensamos, si pensamos racionalmente, hasta como debíamos amar y solo
nos anclamos en eso, en lo abstracto y lo conceptual, en el plano de lo mental,
pero aun seguíamos ansiando, en todo momento, un cálido abrazo, o una caricia,
una muestra de afecto que nos sustentara, un no se qué, algo que acabara con
tanta ilusión.
Y como bien sabemos cuando el intelecto no
esta subordinado a los sentimientos produce una acuciante pobreza emocional,
una sistemática forma de comportarse y de ser, entonces la vida se torna
intranscendente, vacía, repetida y automatizada a la espera de vaya a saber que
milagro, el hombre divaga sin rumbo a lo largo de su existencia y a una edad
temprana se olvida casi por completo de sus sueños mas intensos. Su niño
interior se va muriendo poco a poco, se lo hace callar para que no moleste con
sus llantos, sus pedidos ya no son escuchados y mucho menos respetados, la
felicidad de jugar libremente a ser se torna una añoranza infantil que este
adulto vulnerable ya no puede sostener y allí se marchan desconsolados, sus
tenues deseos de alegría y de gozo.
La mayoría de las personas evitan
encontrarse con su mundo interior, lo desprecian con elegante indiferencia, lo
condenan al paso del tiempo e impiden todo tipo de contacto haciendo que “el
conócete a ti mismo” se asemeje a un enigma insondable, a una ecuación
incomprensible e indescifrable. No solemos indagar en nuestras emociones, ya
sea por temor a lo desconocido, por que nos producen pesar y desagrado, o por
miedo a la perdida del control de nuestros actos. De esta forma optamos por
reprimirlas, ocultarlas o apartarlas hasta el instante mágico donde creemos
ingenuamente, estaremos preparados para enfrentarlas.
Lo peor es que cuando desconocemos nuestras
emociones, las almacenamos, las ubicamos en un rincón lejano de nuestra mente,
y al hacerlo de este modo, las transformamos en rencor, en egoísmo, en recelo,
en pensamientos turbios y de venganza, en distanciamientos con nuestro entorno
familiar y social, y esos distanciamientos nos hacen fríos, carentes de
entrega, nos sumimos en una cada vez mas desdeñante palidez de espíritu. Sun
Tzu, un misterioso guerrero y filosofo del año 1000 a.C. lo resume con
solemne simpleza: “Si te conoces a ti mismo y a los demás ni en cien batallas
peligraras”. Justamente ante la sensación de peligro, de sufrimiento inminente,
de terminar pereciendo, accionamos rápidamente un mecanismo de autodefensa para
protegernos del medio exterior, nos replegamos hacia adentro formando una
suerte de armadura de acero impenetrable y casi sin darnos cuenta, en forma
inconsciente, acabamos construyendo un sin fin de corazas o disfraces que
perduran por mucho tiempo en el corazón. Lo cierto es que en realidad estamos
afectados por los propios fantasmas imaginarios que continúan contaminando el
alma y la mente, permanecemos atrapados en el pasado y pendientes de lo que nos
sucederá en un futuro incierto y lleno de dudas y al presente lo pasamos por
alto, no nos permitimos la emoción que brinda cada ráfaga de felicidad al disfrutar
de la vida y sus secretos.
Teniendo conocimiento de
esta triste forma de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás, ya no
hay mas espacio para teorías vanas y presunciones vacías, es momento de actuar
antes de que sea tarde, pues quizás algún día despertemos y no haya nadie para
escuchar, para conversar, para apreciar, para besar. Y por sobre todas las
cosas, debemos aprovechar ahora para estrechar a ese extraño contra el pecho y
decirle: te amo, cuantos momentos perdidos, cuanta miseria y oscuridad nos han
separado amigo. Tal vez haciéndonos algunas preguntas fundamentales: ¿Cuando
nos alejamos tanto los unos de los otros? ¿Cuando permitimos que nuestras emociones quedaran tan apartadas de nuestra conciencia? podemos
modificar gradualmente el curso de la historia, logrando realzar la cortesía,
la amabilidad, y la solidaridad tan infrecuentes en esta época para que
florezca la fraternidad en cada una de nuestras obras, en lo profundo de nuestro ser,
en la familia, en las calles, en el mundo entero. Confucio, el celebre filosofo
chino, cuyas enseñanzas sobre la ética y
la moral aun podemos imitar, nos alienta afirmando: “Si tienes rectitud en el
corazón habrá belleza en el carácter, si hay belleza en el carácter habrá
armonía en el hogar, si hay armonía en el hogar, habrá orden en la nación, si
hay orden en la nación, habrá paz en el mundo “.